domingo, 22 de febrero de 2009

Aceptación

Aceptación. Qué fácil. Es una sola palabra. Recibir sin oposición, aquello que se nos da, ofrece o encarga. Vuelvo a repetirla en mi cabeza. Aceptación. Debiera ser sencillo. Es una sola palabra.

Y sin embargo, esa sola palabra, encierra un cambio de tal magnitud, que hay muchos que no pueden asumirlo. Solamente cambiar implica tanto, que es mejor no hacerlo. Es mejor presentar oposición. Presentar batalla a todo aquello que te dan, te ofrecen, te encargan...que presupones que no es bueno para tí.

Presupones que, por ser tú, merecerías otras cosas. Presupones que has tenido mala suerte. Presupones que siempre te toca a tí. Presupones...todo aquello que hace que te indigne lo que te ha tocado. Porque a tí, te debería pasar otra cosa. Buena. Mejor. Más grande. Más pequeña. Más...para tí.

Y entonces presentas batalla. Una batalla que generalmente pierdes. Te agotas. Te caes. Y cuanto más te agotas y cuanta más cuenta te das de que pierdes, más te quejas y más presentas batalla. Hasta que llega un momento en el que te rindes. O te escapas. Y entonces, te pierdes. Sin remedio. Con lo fácil que parece...aceptar.

Aceptar sin más. Aceptar sin presuposiciones. Sin oposiciones. Sin quejas. Sin alegrías. Sin miedo. No construir un mundo de opciones y suposiciones sobre ese hecho concreto. Dejar la mente quieta, vacía de todo pensamiento, de todo sentimiento y simplemente...aceptar.

Y entonces, aceptar el minuto siguiente. Y la hora siguiente. Y el día siguiente. Cuando lleguen. Y mientras, simplemente...aceptar. Simplemente ser. Simplemente estar. Nada más. Y nada menos.

domingo, 8 de febrero de 2009

Silencio

Me había pasado mi vida hablando. Hablaba con todo el mundo, salvo conmigo mismo. Hablaba y hablaba. A veces, compulsivamente. Esa compulsión obedecía a mi incapacidad para hacer desaparecer mi angustia. Mi miedo a vivir.

Empezó poco a poco y se fue haciendo más grande, hasta llegar a ser monstruosa. Me angustiaban todo tipo de cosas, pero lo que más me angustiaba, era mi incapacidad para relacionarme conmigo mismo. Por eso me relacionaba con los demás. Incensantemente. Hablaba y hablaba, sin parar.

Eso, a los demás, les gustaba. Me tenían por una persona extrovertida. Divertida. Simpática. Alguien a quien le interesaban los demás. Nada más lejos de la realidad. Lo único que me interesaba era hacer desaparecer la sensación de angustia. Y lo único que lo hacía desaparecer era hablar.

Asi que, me dediqué, años y años, a hablar sin parar. Hasta que un día, impelido por la angustia, hablé con un desconocido. Era muy particular y nunca le hubiera dirigido la palabra de no ser por mi angustia.

Como toda contestación, me miró a los ojos durante un buen rato, tan fijamente que me obligó a desviar la mirada. Intenté hacerle hablar, pero por toda respuesta, lo único que recibía era una mirada profunda, de paz y de calma interior.

Me puso la mano en el pecho y con su otra mano me señaló que me callara. Sus ojos decían "fíate de mí". Casi hipnotizado, fuí dejando de hablar, hasta que todo mi yo se convirtió en silencio. Y por primera vez en mi vida, la angustia desapareció. Y por fin, me dijo: "El silencio es el principio de la paz. Debes buscar dentro".

Aquél suceso me conmocionó tanto, que, a partir de aquél momento, decidí hacer voto de silencio y procuraría ser silencioso, tanto más cuanta más angustia sintiera...y...héme aquí, que en ello estoy...y sólo hablaré...cuando esté en paz...conmigo mismo...