domingo, 24 de octubre de 2010

El rumbo a favor

Como marino, siempre busqué el rumbo a favor. Era aquél rumbo que me hacía ir más rápido que los demás. Que me hacía evitar los problemas, las dificultades.

Si encontraba alguna ráfaga de viento racheado, enseguida viraba a babor, o a estribor, daba igual, el caso era evitar la dificultad. Y volvía a virar hasta que volvía a encontrar el rumbo a favor.

Era una forma de vida agradable. Siempre sin objetivos concretos, o mejor dicho, con el único objetivo de no sufrir. A toda vela, rumbo a lo desconocido.

Porque, claro, la decisión de buscar siempre el rumbo a favor, implicaba que mi objetivo final no era decisión mía, era aquél sitio donde terminara después de seguir el rumbo a favor.

Y eso tenía muchas ventajas. Quizá, la más importante, era la no responsabilidad sobre el resultado. Mi única responsabilidad era elegir el rumbo a favor, no sufrir. Y en consecuencia, todo lo derivado del cumplimiento de esa condición, no era responsabilidad mía. Eso era lo que yo pensé durante mucho tiempo. Qué iluso.

No me dí cuenta hasta que fue demasiado tarde. No me dí cuenta de que perdía mi vida y mi crecimiento como persona, evitando el sufrimiento. No me dí cuenta de que había consecuencias para otros, de que había consecuencias para mí.

Y cuando me dí cuenta, ya estaba demasiado instalado en mi rutina. Ya no sabía enfrentar las ráfagas. No sabía navegar en medio de una tempestad. No sabía navegar en marejada, ni en marejadilla. Y cuando no hubo viento a favor, cuando no lo pude encontrar, de ninguna forma, el miedo me engulló y se me clavó en las entrañas.

Y entonces, caí al mar. Y desesperado, intenté buscar la corriente rápida que me llevara a la orilla. Instintivamente, busqué en el mar aquello que siempre había buscado en el viento. Y el mar me tragó y me llevó a sus oscuras profundidades. Y de allí, no pude salir.

Porque de la oscuridad del mar y de su profundidad no se sale. Te enreda por los pies, por los pulmones y por la garganta, y en segundos estás en sus redes, por siempre y para siempre.

Y ahora que es tarde para mí, escribo desde las profundidades del gigante azul, para avisaros, para deciros, para recomendaros...que, quizá, no siempre es favorable... seguir...el rumbo a favor...

martes, 12 de octubre de 2010

Oscuridad

Soy oscura y trágica. Soy intensa. Soy oscuridad total. En mi corazón no hay espacio para la alegría. Sólo para la melancolía. Sólo para la desesperanza. Sólo para el sufrimiento.

Si me dices que la vida es bella, yo te responderé que es sufrimiento. Si me dices que la vida es alegría, yo te responderé que la vida es trágica.

Y si tú no ves el sufrimiento y la tragedia, es que no eres de este mundo. O al menos, no eres de mi mundo.

Porque en mi mundo la tristeza es la ley. La sangre es intensa y el dolor también. A veces, todo está teñido por la sangre y por el dolor. El dolor se hace inmenso, colosal, estratosférico, galáctico. Hasta que, soportando tanto dolor, dejas de sentirlo.

Entras en un estado de inconsciencia, de oscuridad. Y te sientes y te percibes oscuro. Negro. Con el corazón negro y el alma negra.

A veces me gustaba definirme así, alguien que tiene el alma negra. Y procuraba vestirme de negro. Y procuraba que mi tez fuera blanca, blanquísima. Y mis labios muy rojos. Y la cabeza baja, ya que mi vergüenza me impedía mirar a los demás a la cara. Yo era alguien que no merecía nada.

Estaba condenada a vagar por la oscuridad, castigada a no soportar la luz. Y a fuerza de estar en la oscuridad, dejé de sentir. Dejé de ser vulnerable. Me hice invulnerable y me fabriqué una máscara perfecta. De ésas que te aseguran el triunfo en el teatro de la vida.

Y vago por la vida, emulando a alguien que no soy. Mi máscara es el títere de mí mismo. Y menudo títere. Cuasi perfecto, lleno de ventajas. Parece exitoso. Parece deseable. Parece bello. Parece inaccesible.

Ayuda a guardar la distancia justa hacia los demás. Ni muy lejos, ni muy cerca. Seguramente, habrá quien quiera estar más cerca. Y seguramente, habrá quien quiera estar más lejos. Pero creo que son los menos. Es un equilibrio perfecto. Ni más ni menos.

Pero esas ventajas se quedan pequeñas, ante las mayores de todas. Me permiten ocultar mi realidad. Mi tremenda oscuridad. Mi tremendo dolor. Mi intensidad y mi fuerza.

Y así paso los días en el teatro de la vida. Ocultando al mundo quien soy y ocultándomelo a mí misma. A ver si practicando la ocultación, llega un momento en que pierdo la conciencia de mí. Ansío ser sólo mi máscara. Mi títere. El títere de mí misma. En ello pongo mi fuerza y mi alma.

Y sin embargo...cuanta más fuerza pongo, cuantas más ansias pongo en ser mi títere, tanto más termino siendo yo...tanto más termino siendo oscura...en la oscuridad de las bambalinas de mi teatro...

domingo, 3 de octubre de 2010

La tristeza

La tristeza es un traje que aparece de repente. Un traje que siempre queda grande. Que nadas y te enredas en él y que por mucho que quieras quitártelo, o al menos, hacértelo a tu medida, se te escapa.

Se te escapa de todas, todas. Da igual que elijas al mejor sastre. Da igual que tengas maestría en el vestir. Este traje es único. Único para que te pierdas en él, para que tus formas vayan desapareciendo sin más, hasta que de tí no quede ni un resquicio. Un día aparece, y cuando menos te lo esperas, de tí ya no queda nada.

Nada, salvo la percha que sujeta ese traje, que se ha hecho majestuoso, colosal, y que de ninguna manera se puede quitar. Tampoco se mancha. Cada día parece más limpio. Cada día tú eres menos tú y más ese traje que te diluirá hasta la nada.

Y a medida que se va haciendo un hueco en tí, tú te vas encogiendo en ese mismo hueco, hasta que un día el hueco es inmenso y tú has desaparecido dentro. Y la puerta no existe. El hueco es hondo y negro y por miedo, tú vas cerrando los ojos y la mente, y la lucidez, porque el miedo lo llena todo. Porque la oscuridad lo llena todo.

Y llega un momento en el que el hueco, de puro estar en él, se hace cómodo. Has dejado de pensar. Has dejado de tener miedo. Sólo sientes una extraña sensación de comodidad, donde antes sentías tristeza. Y todo pasa a cámara lenta. Y en voz baja. Con el sonido en bajo volumen. Pareciera que estuvieras rodeado de algodón y que el mundo estuviera lleno de algodón.

Seres de algodón en un mundo de algodón. Seres que habitan huecos. Seres que una vez tuvieron miedo y ahora viven anestesiados y trajeados, vestidos de tristeza, vestidos de algodón.

Y así pasan los días, lentamente, confusamente, en un estado de duermevela, hasta que el hueco ocupa todo el espacio y aquél que eras tú, desaparece, oprimido por el vacío hueco.

Se terminan entonces los seres de algodón, los trajes, el mundo de algodón, la anestesia, hasta que todo el espacio, y toda la luz, y todo el sonido y todo el mundo, se convierte...en un único y gran hueco.

El hueco originario y primitivo. El origen del todo y de la nada...y todo vuelve a empezar...y con ello...la tristeza...