domingo, 20 de marzo de 2011

Aquello en lo que creo

He vivido mi vida sustentada en la creencia de no creer en nada. Pronto renegué de la figura de Dios que los hombres ofrecían. Pronto también dejé de creer en la realidad. Dejé también de creer en los demás. Y dejé de creer en mí misma.

Y me pasé la vida creyendo que no creía en nada. Y sólo ahora me doy cuenta de todo aquello en lo que creía y de todo aquello en lo que sustenté mi vida.

No sé si eso me hizo más feliz o más infeliz de lo que hubiera sido si no hubiera creído en todo aquello en lo que creía, pero si sé que estaba equivocada. O quizá, no estaba equivocada, quizá fue sólo una manera de limitar mi forma de percibir la vida.

Y si ahora quisiera deshacer todo aquello en lo que creía, me deslizaría sin remedio, hacia otro tipo de creencias, y con toda seguridad, limitarían de alguna otra manera, mi forma de percibir la vida. Mi vida y mi persona. Y por tanto, mi forma de percibir a los demás...y a la realidad...

Necesitamos las creencias para sustentar una existencia donde no existe la certeza. Donde sólo existen probabilidades. Donde sólo existe incertudimbre. Y la angustia y el vacío es tal, que necesitamos las creencias. Para tener una ilusión de certidumbre.

Vendemos, entonces, la posibilidad de la realidad, por un puñado de certidumbre, sin saber que, en el fondo, estamos vendiendo una parte de nuestra alma, una parte de nuestra realidad.

Y vamos por el mundo, cuasi seguros, en nuestros reducidos trajes de creencias limitándonos y limitando. Y cuanto más decimos y proclamamos a los demás que no creemos en nada, más necios somos. Porque sí, sí. Aquellos que hemos dicho que no creemos en nada, nos mentíamos a nosotros mismos y a los demás.

Aquellos que no hemos creído en nada, hemos creído en todo. Necesitábamos creer en todo, y era tal la necesidad, que por miedo a no satisfacerla, nos la negábamos de origen.

Asi que, héme aquí ahora, revisando aquello en lo que no creo, y que me lleva, paradójicamente...a todo aquello en lo que creo...

domingo, 6 de marzo de 2011

Apatía

Qué sería de nosotros sin la sensación de apatía. Sin esa sensación que te deja en tierra de nadie, en una tierra que está lejos de tí mismo y lejos de los demás. En una especie de nebulosa y de sombra, donde todo lo que tienes que hacer, es no hacer nada.

Tu mente y tu espíritu se llenan de niebla y tu yo desaparece por algún misterioso rincón, que no he acertado a encontrar.

Y mientras tu yo emprende viaje a lo desconocido y tu cuerpo, tu alma y tu espíritu se llenan de sombras y de melancolía, en algún remoto lugar, una parte de tí, sin embargo, sigue vigilante.

Vigilante en la duermevela de tu espíritu. En esa duermevela que te permite alejarte del sufrimiento, de la carencia, de la realidad que no te gusta, de los demás...y de tí mismo.

Y pasado un tiempo, esa parte vigilante, y sabia, de tí mismo, te hace volver, lentamente, por ese mismo camino y por ese mismo rincón por el que te fuiste. Y vuelves más lleno de vida, más lleno de tí mismo y de luz, de energía y de ganas.

Y el sufrimiento lo transformas en motivación, y la carencia en abundancia, y la realidad parece que te gusta, y los demás...vuelves a intentar el acercamiento a los demás, a ver si esta vez se te da mejor. A ver si esta vez, puedes aprehender algo de ellos que no sólo sea ilusión.

No sabes dónde fue tu yo, por qué caminos transitó, qué experiencias vivió, y sin embargo, ese camino oscuro al que le llevó la apatía, de repente se convierte en un camino de luz.

Cara y cruz de la misma moneda. Sin luz no hay sombra y sin sombra no hay luz. No hay caminos de luz sin transitar por la sombra y no hay caminos de sombra sin transitar por la luz.

Y aunque en el fondo de nuestra alma llevemos esa sabiduría, nos negamos a reconocerla, a aceptarla. Preferimos los altos y los bajos del camino, y nos abandonamos al éxtasis y al sufrimiento, porque necesitamos...la apatía...